CON EL DEPORTE AUTENTICO CORRE LA ALEGRIA

CON EL DEPORTE AUTENTICO CORRE LA ALEGRIA

Paolo Crepaz

 

A la pregunta “¿por qué ser bueno?”el pensamiento clásico de los griegos, cuya tradición ha dominado la ética occidental hasta todo el setecientos, daba una respuesta precisa: “porque sólo así serás feliz”. En otros términos: la virtud premia, siendo la única garante de una vida armoniosa y próspera, de una buena realización de sí en el mundo.

Si para Sócrates y los estoicos la virtud lleva en sí misma el florecimiento de la felicidad, en la autoconciencia serena e indestructible del justo, para Aristóteles la felicidad, la “eudaimonia”, el “buen demonio”, como él la llamaba, se convierte en algo más frágil, dependiente de los otros, expuesta a los golpes de la suerte, sólo en parte adquirible adoptando un estilo de vida capaz de merecerse la sonrisa del destino. O bien cuando Aristóteles hablaba de la felicidad no quería significar algo genérico, sino el trayecto específico de una vida buena en la que el accionar político tiene el deber de asegurar, mediante fuerzas concretas, la finalidad de obtener esa armonía que la naturaleza alcanza equilibrando los opuestos. La felicidad es para Aristóteles una forma de contemplación, posible sólo si el cuerpo tiene buena salud, lo que requiere la libertad del trabajo, haciendo la felicidad inaccesible para los esclavos. Su pensamiento renunciaba a cualquier promesa de una felicidad ultraterrena para el justo, una vida que habría sido recorrida en vez por la tradición platónica y después por la cristiana.

Con la llegada de esta última, de hecho, a la interioridad del individuo, a su alma, le cabe la proyección de un destino ultraterreno en el que el individuo encuentra su realización. En cierto modo la vida individual se separa de la vida política: las “dos ciudades” de San Agustín están formadas: una “por hombres que quieren vivir de acuerdo a la carne, la otra por aquellos que quieren vivir según el espíritu”. Sólo estos últimos pueden conseguir la felicidad porque, afirma “autor y fuente de felicidad es ese Dios que, siendo el único verdadero Dios, concede los reinos terrenos a los buenos y a los malos: y no lo hace con impredecible casualidad, porque es Dios y no la Suerte, sino más bien un orden de las cosas y del tiempo que a nosotros se nos escapa, pero que Él conoce muy bien. La felicidad en vez la concede sólo a los buenos. Pueden tenerla o no, ya fueren los siervos o los patrones”.

La voluntad de búsqueda de la felicidad ha interesado también a la historia del derecho y de la política. En la Declaración de la independencia de los Estados Unidos de América, en 1776, se afirma: “Que todos los hombres han sido creados iguales, que ellos han sido dotados por su Creador de algunos Derechos inalienables, que entre éstos está la Vida, la Libertad y la búsqueda de la Felicidad. Que con el objetivo de garantizar estos derechos, entre los hombres han sido creados los Gobiernos, a los que les es dado su justo poder por el consenso de los gobernados”[1]. La búsqueda de la felicidad es definida como un derecho primario, irrenunciable, de la humana convivencia.

Con el pensamiento revolucionario francés, sobre todo jacobino, las experiencias de la filosofía antigua se enriquecen con una nueva dimensión, la dimensión política de la libertad y de la igualdad. Por ello Saint Just podía decir en la Convención, el 1793, que “la felicidad es una idea nueva en Europa”, nueva, porque se trataba de la felicidad de un pueblo entero, no sólo de los sabios de la antigüedad, y de “este” mundo, no del “otro” del cristianismo.

El Setecientos es sin duda la época de oro del pensamiento de la felicidad en el mundo moderno: enseguida después, comienza un decline que terminará, a fines del Ochocientos, con Nietzsche y Freud, en lo que los autores definen eficazmente “la eutanasia de la felicidad”. El decline comienza cuando Kant y Hegel niegan que el deber de la virtud pueda ser motivado por la espera de la felicidad. Lo que cuenta en la vida de los individuos, para Hegel como para Marx, es la contribución a la historia universal, es la participación en el progresivo camino de la razón: la moral antigua parece entonces que haya terminado su ciclo. En una historia que es lucha, escribe Hegel: “Los períodos de felicidad son páginas blancas en la historia del mundo.”

Si el alcanzar la felicidad ha sido siempre el anhelo soberano de la humanidad, hoy parece que viviésemos, al menos en la sociedad occidental, en la exigencia insuprimible de tener que ser felices a toda costa. Nuestra sociedad es “alérgica” al dolor, a la enfermedad, al sufrimiento, al sentirse deprimidos, precisamente porque vivimos el concepto de felicidad como algo tiránico, una obligación de la que no podemos sustraernos: la idea de felicidad es omnipresente, transmitida por el sistema comercial sobre el que se encuentra fuertemente estructurada una sociedad ampliamente hedonista. El hedonismo de hecho, se ha convertido hoy en una de los columnas portantes del sistema consumista. También el binomio deporte y alegría es hoy un concepto hábilmente aprovechado por los publicistas que ofrecen la mercadería deportiva como un fácil acceso al bienestar y a la felicidad.

El eslogan de los libertinos “Todo enseguida, vivir sin tiempos muertos, y gozar libremente sin enredos” se ha transformado en la frase por excelencia de la publicidad que encarna justamente la inmediatez del deseo, un deseo que hoy ya no puede ser censurado como antes, tratándose de la satisfacción ilimitada de los deseos, que recomienda el mismo sistema, sobre el cual se estructura la sociedad moderna. El concepto moderno de felicidad se inspira, por lo tanto, en el utilitarismo: el máximo de la felicidad para todos, concepto éste que no existía en la antigüedad.

La modernidad nació precisamente por la conquista de un cierto bienestar que hoy tiende a confundirse con la felicidad y en nombre de la cual, como afirmaba. Tocqueville se ha sacrificado todo, incluida la libertad. El mismo Freud afirmaba que para reducir la tasa de conflictualidad “La humanidad siempre ha cambiado un poco de felicidad por un poco de seguridad”. La relación que los hombres tienen hoy con el bienestar en relación a la felicidad, es contradictoria. El bienestar existe y es una exigencia ya perpetua que tiende a que mejore siempre más: deben existir productos cada vez mejores que hagan más agradable nuestra vida, pero es resabido que las sociedades fundadas sobre el bienestar son las que consumen más ansiolíticos o psicofármacos y que por lo tanto son las más infelices. La felicidad se nos escapa a través de los mismos medios con los que tratamos de alcanzarla.

Hoy, aparentemente, no hay obstáculos para alcanzar la felicidad, pero el derecho a ella se ha transformado lentamente en el deber de ser felices a cualquier precio. Desde hace siglos el hombre trata de eliminar de la vida la cotidianidad, la banalidad, los así llamados “momentos inútiles de la vida” (Breton), y es víctima de la necesidad de sacar “energía” de cualquier acontecimiento que nos libere del insignificante letargo cotidiano.

“La felicidad –afirma en vez con sabiduría una máxima budista- es el resultado de una maduración interior. Depende de nosotros, pero es sólo gracias a un paciente trabajo que se la persigue día tras días. La felicidad se construye, es un proceso que requiere tiempo y esfuerzo. A lago plazo, felicidad e infelicidad son entonces un modo de ser o un arte de vivir.”

Por otra parte a un observador atento no se le escapa, que de la cultura contemporánea están surgiendo señales nuevas y positivas, que indican que el camino hacia la felicidad debe ser buscado con paciencia en lo más profundo de nosotros, no sin una apertura hacia lo trascendente, en una renovada confianza hacia quienes están junto a nosotros.

[Nos lo confirman los sociólogos cuando afirman que es necesario recuperar una concepción de nuestra vida más abierta a la dimensión comunitaria, con la conciencia que el itinerario hacia la felicidad pasa a través de la relación con el otro, de la relacionalidad, paso necesario para reencontrar plenamente la propia personalidad.

Asimismo, los estudios de economía atestiguan dan cuenta de un nuevo descubrimiento: la transformación del medio (el dinero) en fin, no abre la vida hacia su mejor florecimiento y, la relación virtuosa entre rédito y felicidad -más allá de cierto umbral- se invierte, convirtiéndose en viciosa. De aquí una nueva atención, al valor de otros bienes (no materiales, en grado de contribuir a la felicidad) como los bienes relacionales, y atención también a otras dimensiones, por ejemplo el crear espacios reservados a actividades sin rédito, gratuitas, ejercitadas por el placer de su práctica, como la lectura, el escuchar música o, precisamente la práctica de una actividad física.

 

Los estudios de neurofisiología, después de haber revelado que el circuito virtuoso de la felicidad pasa justamente por las zonas cerebrales estimuladas por sustancias estupefacientes, han comprobado que la activación de estas zonas tiene lugar cuando se está actuando de manera sensata respecto de los objetivos, y cuando las propias acciones tienen un significado positivo. Un estudio conjunto de un grupo di psicólogos, neurobiólogos y economistas ha registrado en el cerebro humano una señal que revela sensaciones agradables cuando uno decide dar confianza al prójimo, llegando a indicar en este último “un poderoso motor del desarrollo económico”. Indudablemente, entender cómo nuestro cerebro genera y modifica la confianza en el prójimo puede ayudarnos a entender como desarrollarla o cómo restablecerla, tanto en la esfera privada, como en la pública.

Un estudio realizado por cardiólogos de la Universidad de Baltimor confirma lo intuido por el médico-clown Match Adams: quince minutos al día de felicidad, de sonrisas, de risas pueden mejorar hasta un 22% en adelante -gracias a la liberación de endofina- la circulación sanguínea, semejante a una regular actividad física.

En psicología, después de años de investigaciones sobre las causas de la infelicidad, se está abriendo paso el estudio sobre el camino de la felicidad. Junto nociones de felicidad como pura y simple satisfacción del deseo, fue tomando cuerpo una noción que, conectando la felicidad a la virtud y a la sabiduría, se llega a la idea de una felicidad colectiva, social y cultural resultante del justo equilibrio entre deseo y realidad.

La receta de la felicidad, según la Psicología positiva es, como afirma su máximo exponente Martin Seligman: “Rodearse de amigos y perdonar a los otros con naturalidad y simplicidad”. Otros psicólogos en sus investigaciones, además han descubierto, que el “perdón” es el espacio unido más fuertemente a la felicidad: desde diversas partes hoy se afirma que la forma más elevada de la alegría y de la felicidad está en el acto de donar nuestro amor y de ayudar al otro a través del largo camino de la vida, recordándose que “dar es recibir”.

Entre los muchos tentativos de definir la condición de la felicidad, algunos estudiosos han puesto el acento sobre la componente emocional, “color de la existencia”, el sentirse de buen humor; otros han subrayado más el aspecto cognoscitivo y reflexivo, como el considerarse satisfechos de la propia vida. Para algunos la felicidad puede estar representada por un sentido general de satisfacción, para otros está ligada al número y a la intensidad de las emociones positivas, entre las cuales la mejor es la que -junto a la satisfacciones de una necesidad o a la realización de un deseo- aparece con una cierta dosis de sorpresa. Muchos estudios han analizado qué sucede cuando somos felices: se prueba una activación general del organismo, se sienten mayormente las sensaciones corpóreas positivas y con menor intensidad el cansancio, nos sentimos más libres, más espontáneos, más audaces, se sonríe más seguido, se interpretan de manera más positiva los eventos sociales, se alargan los propios intereses, se es más creativo y tenaz en la solución de los problemas, nos empeñamos en nuevos deberes, se experimenta una convicción mayor en los propios medios. Las características mayormente asociadas a la felicidad son, por lo tanto, las relativas a la personalidad: extroversión, confianza en sí mismos, la sensación de control sobre la propia persona y su propio futuro. (D’Urso – Trentin)

Si las ciencias humanas nos sugieren que la felicidad de alguna manera se puede construir, distintos elementos nos permiten pensar que la actividad física y deportiva -si bien no es la morada de la felicidad- puede ser un óptimo instrumento, un terreno fértil, para experimentar si verdaderamente se la puede construir. Ella es la realidad en la que las condiciones se muestran favorables, accesible y numerosas: “Pocas actividades humanas pueden enorgullercerse por su riqueza de contenidos como la deportiva: creatividad, coraje, solidaridad, entusiasmo, fuerza, respeto de las reglas y de los demás, actividades sociales, trabajo de grupo, búsqueda de la calidad, fiesta, amistad, alegría de vivir, entre otras facetas positivas[2].

El deporte es un tiempo privilegiado de conocimiento de sí mismos y de los otros, de convivencia con ellos, y también de apertura a una visión integral del hombre.

La actividad física y deportiva revela extraordinarias oportunidades de acceso a emociones, pequeñas y grandes: desde la satisfacción de haber podido terminar una caminata de 20 minutos después de años de inactividad, a la conquista de una medalla de oro olímpica. En el deporte el acceso a las emociones se extiende también a los espectadores. Estudios recientes de neurofisiología han revelado que en nuestro cerebro algunas células, las neuronas mirror, dislocadas precisamente en las áreas correspondientes a la ejecución de movimientos, son activadas también por la visión de alguno que practica deporte, tanto que se implican totalmente, ya fuere en el imitar gestos que vemos en televisión o sobre el campo de deportes, como en el probar las mismas emociones, incluida la felicidad, de aquellos que juegan.

Pero si la alegría no se puede entender sólo como el fluir ocasional de emociones, el deporte es un recorrido confiable hacia una alegría verdadera aún más profunda.

Con la atención a los valores más altos de la existencia humana, el deporte revela la dimensión esencial del hombre tanto como ser “finito” (derrota, desgracias, incapacidad de altruismo o de aceptar un veredicto negativo) que como ser “in-finito”, capaz de resurgir en todo tentativo de superar los propios límites. En una noción de felicidad conectada a la virtud y a la sabiduría, surge la idea de una felicidad colectiva, social y cultural resultante del justo equilibrio entre deseo y realidad, entre finito e infinito.

Los que hemos reseñado –y aún se podría continuar- son todos elementos que inducen a dar crédito al deporte como lugar potencial de encuentro con la felicidad o al menos lugar en el que se dan las condiciones para experimentarla.

De hecho, entre las actividades y las actitudes que hoy son consideradas como condiciones indispensables para que la felicidad viva en nosotros, encontramos: la actividad física, administrar el propio tiempo, cuidar el propio cuerpo y el propio bienestar, estar en compañía de otras personas (especialmente de personas felices), no atribuirse siempre la responsabilidad de los acontecimientos desagradables, dimensionar las propias expectativas según la capacidades reales después de haberlas conocido, aprender a vivir los fracasos con desapego, ayudar a otras personas, vivir intensamente el momento presente, como así también otras actitudes. De estas oportunidades y de estos comportamientos podremos obtener orientaciones útiles, pero creemos que el deporte, también el deporte, puede ser fuente de alegría sólo en ciertas condiciones.

“Con el deporte auténtico corre la alegría” afirma el título que Chiara Lubich misma ha dado a este congreso. El elemento discriminante debe ser descubierto en ese adjetivo “auténtico”, elegido para el título. Auténtico indica antes que nada “lo que es conforme a su naturaleza”, sugiriendo que no se trata de agregar necesariamente al deporte factores externos, sino respetar su naturaleza de juego y de confrontación abierta; pero tal vez es necesario ahondar aún más.

Desde las distintas ciencias humanas, cada una en su propio lenguaje, nos llega una propuesta sobre cómo buscar la felicidad abriéndonos a la racionalidad, a la reciprocidad, hasta al amor. Decía el filósofo Garaudy. “dar es amar, recibir es aprender a amar”.

Hay una dimensión universalmente compartida del amor, que con razón es definida como “regla de oro”, común a las religiones, convicciones, culturas aún muy distintas entre ellas: “Todo lo que queráis que los hombres os hagan, hacedlo también vosotros a ellos”. Al respecto, partiendo precisamente de la sed de felicidad que atormenta al hombre de hoy, Chiara Lubich ha escrito en una profunda meditación. He aquí un párrafo:

“¿Has experimentado alguna vez la sed de infinito? ¿Has sentido alguna vez en tu corazón el deseo imperioso de abrazar lo inmenso?

¿O tal vez alguna vez haz advertido en tu interior la insatisfacción por lo que haces, por lo que eres? Si es así, te sentirías feliz si encontraras una fórmula que te de la plenitud que anhelas: algo que no te haga lamentar a causa de los días que se van semivacíos…

Hay una palabra en el Evangelio que, si es comprendida al menos un poco, nos hace saltar de alegría. En ella está condensado lo que debemos hacer en la vida. Reasume toda ley impresa por Dios en el fondo de todo hombre.

Escuchadla: “Todo lo que queráis que los hombres os hagan, hacedlo también vosotros a ellos: esta de hecho es la ley y los profetas”. Tal frase es llamada “regla de oro”. La ha traído Cristo, pero ya era conocida universalmente. El Antiguo Testamento la poseía. Era conocida por Séneca y en Oriente la repetía el chino Confucio, además de otros. Y esto indica cuánto está presente en el corazón de Dios: cuánto Ėl quiere que todos los hombres la hagan norma de sus vidas.

Es hermosa para leerla y suena como un slogan. Escúchala otra vez: : “Todo lo que queráis que los hombres os hagan, hacedlo también vosotros a ellos”. A cada prójimo, que encontramos durante la jornada, amémoslo de esta manera. Imaginemos que estamos en su situación y tratémoslo como quisiéramos ser tratados nosotros si estuviésemos en su lugar. La voz de Dios que habita dentro de nosotros nos sugerirá la expresión de amor apta para cada circunstancia (…) Y así con todos sin discriminación alguna entre simpático y antipático, entre joven y anciano, entre amigo y enemigo, entre compatriota y extranjero, entre bello y feo… El Evangelio se refiere a todos.

Me parece escuchar un rumor general…

Entiendo… tal vez estas mis palabras parecen simples, pero… ¡Qué cambio requieren! ¡Qué lejanas están de nuestro acostumbrado modo de pensar y de actuar! Entonces… ¡Coraje! Probemos. Una día vivido así vale la pena. Y a la noche no nos reconoceremos a nosotros mismos. Una alegría jamás experimentada nos inundará”.

Esta simple regla, que nos lleva al amor recíproco, y que Chiara Lubich toma del Evangelio, se encuentra igualmente viva en quienes no hacen referencia a una fe religiosa y se llama filantropía, solidaridad, no violencia. De la misma manera está presente en toda religión: en el judaísmo, por ejemplo y, en la gran tradición rabínica, el amor al prójimo es “el gran principio” de la Torah. En la tradición islámica encontramos una “regla de oro” que se refiere al corazón del hombre: “Ninguno de nosotros es verdadero creyente si no desea para el hermano lo que desea para sí mismo”.[3]

En el hinduismo la “regla de oro” se expresa así: “Esta es la sustancia del deber: no hacer a los otros lo que a ti te haría mal”Y cómo no recordar la incisiva expresión de Gandhi:Yo y tú somos una sola cosa. No puedo herirte sin hacerme mal a mí mismo”[4]

Un concepto análogo lo encontramos también en el pensamiento budista: “Aquellos que en el mundo son infelices, lo son porque han deseado sólo su propia felicidad, los que en el mundo son felices, lo son por el deseo que han tenido de la felicidad de los otros”

Estamos convencidos que la “regla de oro” vivida, pueda abrir, también en el deporte, el camino a la alegría porque en ella podremos descubrir un sendero virtuoso desde el yo al tú, al nosotros, justamente en el medirnos con nosotros mismos y con los demás. Exploremos este camino, al menos en grandes líneas.

Un primer aspecto. Dar siempre lo mejor de sí, participar con alegría, poniendo, como premisa, el empeño personal. El trasladarnos desde una nueva apreciación del yo hacia el participar activamente, con todo nuestro ser, es una condición que en el ámbito del desarrollo de la personalidad ayuda a acrecentar la autoestima, aumenta la confianza en sí mismo y en los demás, ayuda a concentrarse plenamente en el momento presente, ya fuere para alcanzar los objetivos de una competencia como para la construcción de un grupo. Por este camino se llega a experimentar que la propia contribución es insustituible y a tener fe en los propios compromisos.

Un segundo aspecto: ser honestos consigo mismo y con los otros. En este paso del “yo” al “tú”, está presente la invitación para estar atentos a los demás, especialmente a los más débiles del grupo, a tratar al adversario con corrección, aún en plena competencia. No es un sentimiento, sino una actitud interior que requiere gestos concretos: pedir y aceptar las excusas por una acción incorrecta, hablar de manera positiva de los demás, mostrar aprecio respecto de ellos. Es un paso más adelante respecto del universalmente aceptado, pero frecuentemente inaplicado fair play : no es sólo atenerse a los pactos y a las reglas del juego, sino conocer e interiorizar las propias responsabilidades, como así también la de los demás.

Otro aspecto. No bajar los brazos jamás, aún cuando es difícil. Es una propuesta que en el deporte se escucha muchas veces y con énfasis: el deporte puede ser un camino para la alegría también por la propuesta de: ser positivos y de aceptar un desafío; ser tenaces en los momentos difíciles; el ver también en la derrota una chance; ser pacientes consigo mismo y con los demás y, como consecuencia, no quedarnos en nosotros mismos, sino motivar y saber impulsar a los otros. En esta perspectiva el deporte educa a la virtud y a actitudes sociales constructivas, que ayudan a resolver conflictos de manera positiva. Una disminución de agresividad y violencia vienen como consecuencia.

 

  • Otra expresión de la “regla de oro” es la de tener una actitud positiva hacia los compañeros de juego, tratarlos con todo respeto, tomando conciencia que cada uno es importante. Colaborar de manera constructiva con los otros en el resolver juntos eventuales problemas, saber renunciar a las propias ideas y a los propios deseos para el bien del grupo, dar el primer paso y estar abiertos a los otros, estar atentos a que todos sean partícipes, sin excluir a ninguno. De este modo se puede experimentar la alegría que surge del ir al encuentro de quien piensa de otra manera o es menos simpático, ayudar a los demás también a través de las palabras y a aceptar la ayuda con gratitud, a superar la diversidad y descubrirla como riqueza.
  • También la “regla de oro” nos invita a una actitud que puede resultar difícil y de decidido empeño, al menos al comienzo: alegrarse por el éxito de los otros como por el propio. Experimentar la alegría y compartirla con los otros. Desarrollar la empatía, saberse proyectar en el otro y compartir cada cosa con él. Desarrollando la solidaridad y la corresponsabilidad, se nos invita a motivar a los otros y a complementarnos con ellos para el éxito y el compromiso. Y, a hacer de manera tal, que sea motivo de alegría no sólo el propio éxito, sino también el de los otros. Saber vencer y saber perder. Saber gozar de la meta alcanzada -cualquiera fuese el resultado final- es importante, no sólo en el ámbito del desarrollo de la personalidad, sino también para experimentar y compartir la alegría.

En fin, la “regla de oro”, vivida en el deporte, ayuda a descubrir y experimentar que las grandes metas se pueden alcanzar sólo juntos, haciendo una intensa experiencia de comunión, de enriquecimiento, motivación e incitación recíprocos. Se trata de huir del pensamiento egoísta de quien busca únicamente su propia ventaja, de ayudar materialmete a los otros a alcanzar una meta, de tratar a ver lo positivo en el otro, de descubrir que toda persona es importante, independientemente de la simpatía, de la cualidad deportiva o de los resultados. Se experimentará y se hará experimentar a los otros una alegría verdadera, que no pasa. Como afirmaba Journer: “Siembra la alegría en el jardín de tu hermano y la verás florecer en el tuyo”.

La invitación que puede llegar de la “regla de oro” es la de abandonar la cultura del deporte egoísta, orientada sólo a la competencia, y orientarse hacia una cultura del vivir juntos, de la estima y del respeto recíprocos. Abandonar esa mentalidad que convalida un modelo social siempre en búsqueda de nuevas emociones, donde domina el más fuerte, para dirigirnos hacia una mayor corresponsabilidad y humanidad; orientarnos en el deporte hacia una nueva visión del hombre y hacia un nuevo estilo de vida, que estimule el compromiso, favorezca la paz, y cree las premisas para experimentar la alegría.

De esta manera el deporte ayudará a dar una respuesta a las aspiraciones más sinceras de toda la humanidad: el deseo de felicidad: “En la vida hay sólo una manera de se feliz –escribió Tolstoi- vivir para los demás”.

 


[1] Document Illustrative of the Formation of the Union of the Unites States of America, Washington, 1927, p. 22; tr. it. La formazione degli Stati Uniti d’America. Documenti. Vol. I (1606-1776), Nistri-Lischi, Pisa 1961, p.416.

[2] Peri V., Anno europeo 2004, educare attraverso lo sport, en Settimana – 11 enero 2004/n.1, p. 9

[3] Hadith 13, según Al-Bukhari.

[4] Cit. en W. Mühs, Parole del cuore, Milán 1996, p.82.